Llevo rumiando este post semanas.
Tengo algo encima que me pesa, que transforma el alma en
plomo, que te aprieta y te ahoga, que hace que tengas un menhir que llevar a
cuestas a cada puto minuto. Es una
especie de ansiedad mezclada con odio, como un virus que hace que la sangre se
espese y ennegrezca, que se vuelva turbia y haga que la tensión aumente, de
manera periódica.
Ayer amanecí a las 6:30 de la mañana, hoy es la 1 de la
madrugada y sigo dando vueltas en la cama. Hay una pregunta en el aire, cuya
respuesta me atormenta: ¿eres feliz? Entiéndase mi silencio administrativo como
negativo. Me arrebujo bajo las sábanas, buscando una salida, y es fácil: huir o
morir. No hay lucha probable contra la gran ciudad. Es un monstruo enorme
disfruta mientras te ve agonizar lentamente. No hay muerte rápida en ella, pero
sí dolor diario.
Veo demasiadas ojeras en los rostros de mis colegas que me
cuentas historias parecidas. Emigrantes. El éxodo rural versión mejorada. Y a
todos nos une una misma sensación: el ambiente es hostil. No encuentras una ciudad
amistosa en la que enraizar. Faltan risas en el aire, rostros afables, una mano
que te sujete una puerta. Jamás tan rodeado de gente la sensación de soledad
fue tan grande. Quizás, por eso, aumenten las recetas de orfidal y los
suicidios. Abandonamos un núcleo familiar con la esperanza de encontrar un
camino propio y acabamos vagando por una cañada oscura, con el único eco de
nuestras pisadas como compañero. Lejos de la familia, sin tiempo para los
amigos, despojados del coraje necesario para luchar, inmersos en una rutina de
oficina, atascos, estrés y ruina. ¿Era esa la vida que imaginábamos en la gran
ciudad? Supongo que no. O supongo que los foráneos no nos hemos adaptado a
vivir en las grandes urbes, a tardar treinta minutos y decir que “está cerca”,
a hacer cola por todo y siempre, perder horas en un transporte público
deprimente o con la cabeza apoyada contra el cristal de nuestro coche por el
enésimo accidente de tráfico del día.
Como broma recurrente salta aquel “qué felices éramos
cuando…”, aunque tampoco sea así. Hemos recorrido un largo camino para estar
aquí, somos productivos, viajamos, asistimos a conciertos, hacemos planes para
no pensar ni un puto momento. Quizás sea eso lo que nos pase, que no nos hemos
parado un instante para pensar qué estamos haciendo.
Todos teníamos aspiraciones antes de venir aquí, pero con el
tiempo, parece que se han ido diluyendo, o lo hemos olvidado parcialmente o
alguien nos ha instaurado una idea preconcebida sobre lo que tenemos que
considerar “vivir” en este maremágnum de asfalto. Mi objetivo vital era
sencillo: formar una familia, comprar un piso, tener tiempo libre y aficiones
con las que rellenarlos. Ahora, hago balance y sale a pagar, y no quiero que se
me malinterprete: Sigo creyendo firmemente en la voluntad, en el esfuerzo y el
sacrificio como único y real ascensor social para la consecución de tus propios
objetivos, sin embargo parece algo inalcanzable en la gran urbe.
Es matemática pura y dura. Después de cinco años trabajando
toda persona más o menos derrochadora o ahorradora, debería haber sido capaz de
acumular ciertos fondos: un colchoncito de emergencia, una entrada para un
piso, un coche… La realidad es diferente y sacude a la malograda clase media de
la que formas parte en forma de bofetada: La gran ciudad no te quiere. Si eres
clase media estás jodido: No eres asquerosamente rico como para que te sude los
cojones todo y no eres lo suficientemente pobre como para que papá Estado te
subvencione y ayude.
Supongo que de ahí es donde viene esa sensación de
hostilidad de la gran ciudad hacia nosotros. Cuando buscas una vivienda y ves
que no optas a ella porque te pasas del famoso IPREM o no tienes discapacidad
(curioso cuanto menos, que se vendan viviendas de 200.000 euros únicamente a
este tipo de personas). Otro factor más, es cuando tienes que cambiar tu coche
porque una normativa europea dice que tu vehículo contamina. Súmese una
inversión en un vehículo C, ECO o 0, de unos cuantos (no pocos) miles de euros,
todo ello en pos de un solo objetivo: poder ir a trabajar (sin invertir dos horras
de trasporte para ir y otras dos para volver, o enfrentarte a una multa por
zonas de emisiones de cien pavos).
Esta disonancia hace que tu cabeza te estalle. Unos optarán
por asumir que tienen que llevar una vida de mierda de lunes a viernes. Otros
comenzarán a darse cuenta de una realidad patente: la vida no está en la
ciudad. La cuestión es cómo salir de ella. Y esa cuestión se volverá necesidad
con el paso de las semanas, meses o años, no sabrás cuándo, pero llegará. Es sencillo
de atestiguar, ¿qué ocurre cada viernes y cada domingo? ¿Por qué? Para mí la
explicación es sencilla: no te gusta, no tienes vínculos sociales reales, no te
gusta el ritmo de vida o echas de menos a tu familia. Cualquiera de esas
razones ejerce peso suficiente para no quedarte en tu tiempo de descanso, de lo
contrario, no huirías.
Ése, precisamente, es el punto en el que estoy. Echando
cuentas, durante los últimos 4 años en Madrid he invertido 33.000 euros en
alquiler de vivienda (cuando vivía solo 18 y acompañado 15) y otros 17.000 en
un vehículo, ya que tuve que cambiar el que tenía para adaptarme a la
ecoabsurdez eurocapitalina. He tenido que invertir otros, cerca de 4000 euros
en amueblar el piso del alquiler, ya nos encontramos en 44.000 euros, para
acabar con la sensación de que sigo siendo el mismo muerto de asco que tenía
que dejar cosas en el súper porque la nómina no había llegado. Big city style.
La única diferencia es que ahora sí tengo algo en el banco. Por eso el deseo se
transforma en necesidad, y esa necesidad casi en una obsesión: huir.
Ese deseo se vislumbra cada mes de agosto. Movimientos
pendulares a la costa pagado a crédito, disfrutar 15 días lo que pagarás en 11
meses, casi como una puta obligación social. Colgar treinta fotos sonriendo
para aparentar algo que no eres e impresionar a alguien que no conoces. Nunca
fui de esos, ni tampoco haré por entenderlos. Sigo buscando la felicidad de las
pequeñas cosas, como tomarte una caña con un colega del barrio de al lado, y
hasta para eso hay que hacer cirigoncias, manda huevos. Quizás esa sea la razón
por la que los pisos son cada vez más pequeños, por la que nos volvemos cada
vez más huraños, por la que cada vez aguantamos menos a los demás.
No creo que nos podamos extrañar de la natalidad baja.
¿Quién cojones se va atrever a traer una criatura a un mundo en el que no
puedes atenderlo sin el respaldo de la familia? Porque insisto, la gran urbe tampoco
es lugar para viejos. No vamos a echarle las culpas únicamente a los precios,
los pisos pequeños o la falta de respaldo familiar. Lo decía Tyler en el Club
de la Lucha: Nuestra guerra es espiritual. Hemos dejado atrás valores más o
menos tradicionales y no han sido sustituidos, dejando un vacío de moralidad y
pensamiento. Huérfanos de metas, carentes de capacidad crítica. Pobres y
borregos, tal y como la clase política nos quiere, mirándonos mientras se
descojonan desde sus púlpitos, viendo cómo avanzamos hacia una autodestrucción
que sí puede detenerse.
Han creado una sociedad de cristal, más pendientes de las
críticas por redes sociales que de la realidad. Spoiler: casi todo lo que ves
es mentira, casi todo lo que te cuentan es mentira, casi todo lo que te venden
es mentira y casi todo lo que compras es mentira. Mientras te lo creas
intentarán confundir tus objetivos para que no quieras salirte del rebaño:
tienes que viajar a Bali, no tengas hijos, el co-living es cool, paga 10 euros por un café aguado, ve al último restaurante
veggie a comerte tres trozos de tofu, compra unos vaqueros rotos para pasar
frío en enero, lee al mes un libro de feminismo y dos de autoayuda, admira la
subnormalidad de los influencers comprando sus productos, sal de fiesta hasta
que salga el sol dos veces por semana, consume drogas – que no son tan malas
como te han dicho-, llega a tu casa envuelto en un remolino de sinsentido para
tragarte dos benzodiacepinas antes de dormir y ponle un nombre en inglés
acabado en ING a cualquier aspecto de tu vida para disfrazar la puta mierda que
en realidad es.
Por eso creo firmemente que se debe desandar el proceso,
volver a los orígenes. La vida, la real no la de Instagram, está en los
pueblos, o al menos en las ciudades más pequeñas. Esa es mi percepción, asumo que
sugestionada por la persecución de esos mismos objetivos vitales que decía
antes. Entonces… ¿cuándo nos vamos..?
1 comentario:
Bravo Dani,no puedo estar más de acuerdo contigo 👏🏻
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